La editorial Final Abierto acaba de lanzar una reedición ampliada y corregida del libro Orgullo: Carlos Jáuregui. Una biografía política, de Mabel Bellucci, publicado originalmente por Emecé en 2010. Orgullo va más allá de una simple crónica sobre la vida de Carlos Jáuregui (1957-1996) y de su militancia por la conquista de los derechos de las minorías sexuales de aquellos años. De muchas maneras, este libro funcionó como una caja de herramientas a partir de su primera publicación. Su presentación estaba prevista para la Feria Internacional del Libro, no obstante, el actual aislamiento social obligatorio modificó los planes. De allí que anticipamos un extracto de su primer capítulo y sumamos fotografías pertenecientes a distintos archivos.
Por Mabel Bellucci*
Carlos era oriundo de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, ciudad que la gente suele llamar “gótica”, por sus afiladas iglesias e importantes museos. Pese a haber sido diseñada para la vida universitaria, tiene algo de pueblo chico. Pueblo chico, infierno grande: Carlos sabía de ello y de ello se cuidó bien. Solamente allí, en Ciudad Gótica, podía nacer un hidalgo paladín de la entrega y devoción por la causa de las minorías sexuales y de los derechos humanos.
Como la suerte de la figura que supo ser, su biografía también está rodeada de halos de misterio, leyendas, historias contrapuestas y olvidos. Todo lo que se diga de su vida es poco al lado del legado político que nos dejó. En su propia biografía no prepondera ni el orden ni las fechas precisas. Para él, su vida era la acción, el activismo. Tras revisar los archivos, las entrevistas que le hicieron y sus papeles personales, todo parece revuelto. Muchas situaciones no cierran; Carlos no construyó un personaje para ser escrito: no hizo lo que hizo para que contaran su historia. De hecho, contar “su historia” es, de algún modo, dar cuenta de una coyuntura política sumamente significativa de nuestro país y de nuestra generación.
Su nombre completo era Carlos Luis Jáuregui, nacido el 22 de septiembre de 1957 en el seno de una familia de clase media típica. Su padre, Carlos José Jáuregui, era abogado en
una época donde el prestigio se ligaba al mundo intelectual y a tener una amplia
biblioteca; sin ser católico, este señor era un conservador clásico, con modos campechanos y bastante calle, que acostumbraba a juntarse con sus amigos para hablar de política. Su madre, Elsa Guás, maestra de primaria, era una mujer de temperamento fuerte y voz gruesa. Tres años más tarde nacía su hermano menor, Roberto. Era una familia chica, no más que ellos cuatro: aunque Jáuregui es un apellido común en el mundillo platense, se desconoce la existencia de más familiares. Los hermanos se criaron en un barrio de descendientes de italianos en su amplia mayoría, sobre todo constructores que habían hecho algo de dinero y querían para sus hijos una “buena educación”.
En 1963, comenzó sus estudios primarios en el Colegio Arzobispal José Manuel Estrada, institución que, a pesar de pertenecer al arzobispado de La Plata, era laica. En tal sentido, en La Plata asistir a un colegio católico de barrio implicaba, en la mayor parte de los casos, ser de clase media o media-baja. Siete años después entró en el secundario del mismo colegio y se recibió de bachiller nacional. Entre tanto, estudiaba francés en la Alianza Francesa. Fue en 1975 cuando ingresó a la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), en el Departamento de Historia. Sus compañeros de universidad, Alfredo Triana, actual profesor de Historia, y Willy Vigo, músico, lo recuerdan como “un militante cristiano tercermundista que adhería al pensamiento del Vaticano Segundo, a Puebla y a Medellín”. Por como hablaba y por como vivía, se acoplaba a gente ligada a grupos católicos que pisaban fuerte en el trabajo barrial. Si bien no tenía una militancia concreta, poseía la estructura psíquica de un militante, de alguien entregado de lleno a una idea.
No sorprende que una persona que haya nacido en Ciudad Gótica, además de hidalgo paladín, se especializara en Historia Medieval. En 1979, Carlos se recibió de profesor de enseñanza media, especial y superior en Historia y ejerció como ayudante en la cátedra de Historia Medieval del departamento homónimo de la Facultad de Humanidades de dicha universidad, entre 1977 y 1980. Algunos amigos decían de él que más que un gay típico, parecía un bohemio estudiante de Filosofía y Letras, fumador de cigarrillos negros y fuertes. Sus anteojos gruesos eran su emblema de persona lectora que se quema la vista frente a los libros. Historia Medieval fue tan solo el comienzo de una carrera como docente universitario y secundario en distintos ámbitos privados y públicos: fue profesor titular de Historia Argentina de la Universidad de La Plata, del Instituto Profesional San Pablo de esa ciudad, y profesor de Instrucción Cívica en el Colegio San Marón de Buenos Aires.
Tal como dicta el rito de iniciación de la clase media argentina, el joven Carlos, junto con un grupo de compañeros, realizó un viaje por Europa a inicios de la década de 1980. En París se inscribió en la École Pratique des Hautes Études, donde emprendió un posgrado en Historia Medieval como alumno auditor en el curso de una eminencia, el Profesor Jacques Le Goff. Al terminar sus estudios, continuó su recorrido por España, Italia y Alemania. Esta aventura duró un año, hasta que decidió conocer Nueva York. Allí se enteró por primera vez de la existencia de “una nueva enfermedad” que atacaba a los homosexuales, según se creía en ese entonces: la llamaban el “cáncer gay” o la “peste rosa”. Conmovido por el conocimiento de lo que luego sería una pandemia, se consagró no solo a estudiar sino también a trabajar en uno de los servicios de Asistencia Solidaria a los enfermos de sida. En 1981 comenzó un segundo posgrado en el Weber State College Ogden, en Utah, epicentro mormón al Oeste de Estados Unidos; se trataba de un curso de Sociología Urbana.
En 1982, inspirado por la militancia gay en Francia y Estados Unidos, y movido por el deseo de hacer lo mismo en su propia tierra, decidió regresar a la Argentina. En un comienzo se desempeñó como docente de Historia en el Profesorado de la Universidad de La Plata. Pero esa vida ya no lo interpelaba. De inmediato, tomó una decisión contundente y definitiva: instalarse en Buenos Aires. Se mudó a un departamento contiguo al de su hermano con quien, de ahí en más, afianzó una relación de gran intensidad. Para que su padre, que había enviudado, no se quedara solo en La Plata y pudiera trabajar más tiempo en su estudio jurídico porteño, Carlos lo invitó a quedarse con él. A partir de ese momento, sintió la necesidad de sincerarse: si iban a vivir juntos, era necesario que supiera toda la verdad. Carlos no estaba dispuesto a mentir, pero era consciente de que, a pesar de su declarado liberalismo, su padre arrastraba ciertos prejuicios respecto de la sexualidad. De hecho, cuando le preguntaban en las notas periodísticas acerca de cómo fue tomada la noticia, contaba que su padre aceptó su homosexualidad como lo hubiera hecho cualquier persona “de su edad, de su formación, de su nivel cultural”. A su vez, con su radicación en Buenos Aires, Carlos se insertaba en el mercado laboral como adjunto de la cátedra de Geografía Histórica en la jesuítica Universidad del Salvador.
El año 1983 fue un hito en la historia de la Argentina y un mojón en la vida de Jáuregui. El regreso a las urnas dejaba atrás los criminales tiempos de la dictadura cívico militar. La democracia significó una gran fiesta por el hecho de poder hablar con quién uno/a quisiera, de caminar sin miedo, de volver a los lugares conocidos, de protestar y gritar con ganas, de escuchar las radios a todo volumen y dejar los televisores encendidos, de sentarse en un café y mirar por los ventanales cómo paseaba la gente con ganas de encontrarse. Todo eso era posible nuevamente. Y mucho más también. Había alegría de estar vivos, pero pesadumbre por los que ya no estaban. Con el tiempo, se supo que no volverían nunca más.
Carlos sentía el triunfo del radicalismo como fuente de ciertas esperanzas. Para los jóvenes como él –que no se habían fogueado aún en las luchas de trincheras–, la figura de Raúl Alfonsín prometía algo. Su padre, conservador de pura cepa, pensaba que los radicales pesaban como una mochila al hombro. Y al decirlo durante una conversación cotidiana que tenía con su hijo mientras leían las noticias de los diarios, con el olor penetrante de un café recién preparado, el chisporroteo se transformaba en una contienda entre dos gladiadores. Carlos había vuelto a la Argentina con la clara convicción de provocar que miles de manifestantes tomaran las calles como había visto en París; que era posible organizarse como comunidad por reivindicaciones precisas. Pero mientras el pueblo argentino volvía a vivir en libertad con el fin de los días oscuros, una triste noticia acongojaba a los hermanos: la muerte del padre.
Durante ese mismo año, se conformó la Coordinadora de Grupos Gays, espacio en el que convergían algunas de las agrupaciones de homosexuales del momento. En un principio, Carlos estuvo al tanto pero no participó de ella. El 22 de marzo de 1984, la División Moralidad del Departamento Central de la Policía Federal, llevó a cabo una razia en un bar llamado Balvanera, que arrojó como resultado cincuenta homosexuales detenidos por la aplicación de los edictos policiales todavía vigentes. El 17 de abril, se convocó a una asamblea abierta en la discoteca porteña Contramano, y Jáuregui junto con un grupo reducido de activistas decidieron constituir la Comunidad Homosexual Argentina, más conocida como la CHA. Lo ocurrido lo tomó por asalto y ahí fue que abandonó la investigación y la docencia universitaria para dedicarse de lleno al activismo homosexual. Con desvelo cumplió la función de presidente de la CHA durante cuatro años. El 23 de mayo apareció en la tapa de la revista Siete Días, lo que constituyó la primera exposición pública de dos hombres abrazados. Eran Carlos Jáuregui y Raúl Soria. De inmediato, el 28 de mayo, el diario Clarín publicaba la primera solicitada de la organización, titulada “Con discriminación y represión no hay democracia”. Ya cuando el frío empezaba a menguar, y la primavera parecía volver a tener ganas de despertar, un 1º de septiembre, conoció a Pablo Azcona, su pareja más importante y de quien diría: “Me enseñó a ver el mundo”. Los años venideros estuvieron marcados por su tenacidad en generar acciones dirigidas al reclamo de igualdad de derechos, de tratamiento y de oportunidades. Dar la cara en el espacio público representaba para él una cuestión central en su agenda política.
En 1987, en febrero exactamente, publicó su único libro, La homosexualidad en la Argentina en la editorial Tarso. En realidad, nadie sabe contar qué sucedió con esa empresa editorial.
Lo llamativo es el nombre, Tarso, puesto que existe tanto un Tarso Diodoro, obispo y
teólogo, uno de los más influyentes representantes del pensamiento cristiano en la Iglesia primitiva, y también Pablo de Tarso, conocido como san Pablo Apóstol. ¿Es que siempre se vuelve al primer amor? La obra está dedicada a sus tres grandes pasiones: “A Pablo, por el amor. A mis compañeros de la CHA, por la lucha. A las Madres de Plaza de Mayo, por la esperanza”. En la introducción, Jáuregui dejaba ver que su trabajo “pretende ahondar en el estudio de una realidad determinada: la de una minoría sexual que ha sido y aún hoy es marginada y perseguida, discriminada y reprimida. Los homosexuales, al igual que todo grupo oprimido, partimos de la sexualidad en la que se trata de colonizarnos para reinventar un modo propio de existencia política, económica, social y cultural”. Asimismo, planteaba que las regalías correspondientes a los derechos de autor las cedía por entero a la CHA. En realidad, Carlos reconocía no encontrarle demasiadas virtudes literarias a su publicación. Este libro fue parte de una estrategia mayor: la salida del clóset de una comunidad con una larga y penosa historia, y un desafío, a su manera, al discurso del poder.
Pero no todo fue felicidad en la vida de Carlos. El 1º de junio de 1988 su equilibrio personal era azotado quizás por el golpe más duro que tuvo que enfrentar y que le dio un vuelco a su activismo. Pablo fallecía de sida. Jáuregui aprendió poniendo el cuerpo, como siempre había hecho, la importancia de la igualdad de derechos: la familia de la persona con quien había compartido casi cuatro años de convivencia le reclamó el departamento que ambos habían sostenido como la pareja que fueron. Esa familia con la que Carlos se había llevado tan pero tan bien mientras Pablo vivía, ahora le reclamaba la vivienda sin importarle su destino a la intemperie. “Yo sentía que ese lugar me correspondía y, de hecho, si hubiésemos estado casados legalmente me hubiera correspondido”, escribió Jáuregui. Por otra parte, sabía muy bien que esa era una historia repetida: la pareja de un gay moría y el mismo día un familiar directo ya había cambiado la cerradura del departamento con todo lo que tenían dentro. En una entrevista realizada por Mariana Carbajal para el diario Página/12, el 24 de febrero de 1994, con una sola frase minimalista sintetizó los cambios radicales que marcaron la lucha de las minorías sexuales al pasar de una década a la otra: “Años atrás, la represión policial era nuestra principal preocupación. A partir de la epidemia del sida, nuestro mayor problema es la herencia”.
Con la muerte de su pareja, Carlos entró en un cono de tres años de introspección. La
oscuridad afectaba su mundo personal y público: la falta de posibilidades laborales, la vuelta al anonimato luego de terminado su mandato en la CHA, la experiencia de quedar en el desamparo y sin vivienda provocaron en él un sentimiento de desolación. Debió mudarse al departamento de la calle Paraná, propiedad de sus compañeros de militancia y amigos íntimos, César Cigliutti y Marcelo Ferreyra. Vivió con ellos a lo largo de ocho intensos años.
De 1988 a 1991, Carlos ocupaba todo su tiempo pensando qué hacer. Crear una nueva asociación fue su norte. Pronto elegiría el activismo como una única inscripción de vida hasta sus últimos días. Para él, llevar la cara descubierta siempre representó una política reivindicativa del reconocimiento de las diferencias como único modo de comprometer al conjunto de la ciudadanía a la hora de demandar derechos para todos y todas. Pasado este período, el 1º de octubre de 1991 Carlos, Marcelo, César y el escritor Alejandro Modarelli se juntaron y decidieron constituir una nueva agrupación: Gays por los Derechos Civiles (más conocida como Gays DC), que significó para Jáuregui su lugar de refugio, una vuelta trascendental al espacio público. Y como el ave Fénix, con “sus garras” y un amarillo incandescente en el pelo, renació de las cenizas, siempre único y eterno.
Pero la pandemia volvería a tocar su puerta. Tras cinco años de dar batalla, el cuerpo cansado de su hermano Roby se iba de este mundo un 15 de enero de 1994. Carlos lo despidió con una emotiva carta, “Así no me voy a morir”, que se publicó en el diario Página/12: “así” significaba una muerte individual. Con unas breves pero contundentes líneas posiblemente anticipaban su propio final, pero también enaltecía a su hermano como amigo y compañero de militancia. Le causaba admiración los constantes desafíos que supo afrontar durante sus treinta y cuatro años de vida. Roby se propuso mostrarse tal cual era desde la niñez, cuando sus padres le prohibieron jugar con el Topo Gigio, por considerarlo un juguete para nenas. Él contradijo a todos y se empecinó en hacerle vestiditos y bañar al muñeco pese a la reprobación familiar. Fue el comienzo de una serie de actos que lograron incomodar a funcionarios y clérigos que lo querían acallar sin éxito. En La Plata los conocían por los “chicos Jáuregui”, y los vecinos los confundían todo el tiempo. Hubo marcadas coincidencias: los dos fueron gays comprometidos con el activismo y fallecieron a manos del sida.
Por pura prepotencia de trabajo, como diría Roberto Arlt, Roby Jáuregui se convirtió en el primer ciudadano que reconocía públicamente su condición de portador de VIH. A partir ese momento pasó mucha agua bajo el puente: él se tornó la cara visible de la Fundación Huésped, asociación nacida para canalizar la ayuda de familiares y amigos de los enfermos que asistían al hospital Juan A. Fernández, reconocido por su Servicio de Infectología a finales de la década de 1980. Roby desplegaba un histrionismo sugestivo con la recreación de personajes de famosas divas, pero también era un periodista de fuste con fina ironía y espíritu de lucha.
Un año antes de esa pérdida irreparable, en un proceso precipitado, Carlos ampliaba las fronteras de su propia comunidad. Por “Paraná” circularon activistas de diferentes orientaciones y nacionalidades. Con certeza, distintos colectivos se encontraban allí para desarrollar proyectos comunes, que resultaron en experiencias de alta significación como fueron las marchas del Orgullo, espacio articulador por excelencia de nuevos campos. Cada viernes a la noche cumplían, ritualmente, reuniones informales de discusión sobre objetivos y metodología de lucha, grupos de estudio y montajes de acciones callejeras. Así se acrecentó el entramado político de lo que fue el enlace inicial de gays y lesbianas. Sin más, confluyeron nuevas agrupaciones de travestis y transexuales. La articulación de frentes contra las formas de discriminación y subalternidad constituyó el modo de su intervención pública, que no puede de ningún modo ser escindida de su vida privada.
Lleno de convicciones, jugado hasta la inmolación y el sacrificio, el 20 de agosto de 1996 Carlos Jáuregui moría a causa del sida. Un número variado de homenajes se sucedieron tras su muerte e impidieron así el olvido. El día después de su muerte, la Comisión de Derechos y Garantías de la Convención Estatuyente aprobó el proyecto de ley, presentado por él y Marcelo Feldman, que incluía la orientación sexual y la identidad de género como causal antidiscriminatoria y el derecho a ser diferente en la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, ley nacional 23.592. Al año siguiente, el II Encuentro Lésbico Gay Travesti Transexual Bisexual (LGTTB), realizado en Salta, se llamó Carlos Jáuregui. En diciembre de 1996, la primera actividad del Área de Estudios Queer “Experiencias estéticas y conflictos culturales”, llevada a cabo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, estuvo dedicada a Carlos Jáuregui. En 1998, la Comisión Internacional de Derechos Humanos de Gays y Lesbianas (ILGHRC), por su sigla en inglés, le rindió homenaje con el premio póstumo honorario “Felipa de Souza”. En 2003 se inauguró un Centro de Estudios de Diversidad Sexual en su honor, en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. El 20 de agosto de 2010 la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires bautizó una plaza del barrio de Constitución, en la calle Cochabamba al 1700, con su nombre. el 1º de septiembre de 2016, la Legislatura porteña aprobó renombrar la estación Santa Fe de la línea H como Carlos Jáuregui, en el barrio de Recoleta. En noviembre de ese año, se publicó el libro Acá Estamos: Carlos Jáuregui. Sexualidad y política en la Argentina, compilado por Gustavo Pecoraro, editado por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Por último, el 23 noviembre de 2017, el director Lucas Santa Ana, estrenó su película El puto inolvidable. Vida de Carlos Jáuregui.
*Activista feminista queer.
mabellucci@gmail.com
Agradecimientos.
A l*s integrantes del GES - Grupo de Estudios sobre Sexualidades.
A Mario Iribarren, de la Editorial Punto Final http://finalabiertoweb.com.ar/libro-orgullo.html
Moléculas Malucas agradece a Eduardo Gil por habernos autorizado a reproducir un detalle de su fotografía del Siluetazo.
Para mayor información sobre su obra ver: https://www.eduardogil.com/bio.html
Agradecemos también a Marcelo Ferreyra y Marcelo Reiseman por habernos facilitado materiales de sus archivos hoy disponibles en el Programa de Memorias Políticas Feministas y Sexogenéricas del CeDInCI.
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